viernes, 1 de enero de 2010

Estampitas

-Me hago cargo. Lo asumo... llega el día en que uno debe reconocerse -me dijo E sentada al borde de la fuente del Patio Olmos una tarde, cuando hablábamos de nuestras pasiones, de nuestros deberes frente a ellas.
Deberes, pensé. Era cierto. Claro que estaba conmovida, que la charla era más intensa porque habíamos hablado de la tormenta, de las grietas en las imágenes por dónde se asomaban historias, de la expresión de aquella niña con la mirada de la mujer que parió diez hijos y está cansada. Pero ahí también hay ternura, decía, hay nostalgia… esa nena esta parada en un terreno tan oscuro e ingenuo a la vez.
Mientras hablábamos, algo cayó entre nustros pies y explotó de manera violenta. Unos nenes rieron. La perra preñada que dormía en el piso se despertó asustada, se levantó y caminó pesada unos pasos más allá para volver a echarse en otro rincón. E se dio vuelta.
-¡Ey ey, por qué no te vas a tirar eso a otro lado, me acabas de dejar sorda! -Le dijo a uno de ellos.
Ey ey la miró asustada.
-Disculpe doña, la culpa es dél que anda molestando, si yo no hago nada, -aclaró. -¡No jodá Emiliano que despué no me dan la propina, si yo no le hago nada a las chica! Disculpe doña, -dijo y se alejó enojado, con las estampitas en una mano y la otra en el bolsillo.

No me concentré para continuar con lo que veníamos hablando. Nos miramos con E y sonreímos con cierta incomodidad. La propina, pensé. Es 31 de diciembre, mañana es año nuevo. Esta noche vamos a tirar fuegos artifriciales, cañitas voladoras, globos de papel… Mi hermano cerró bien el negocio: vendiendo pirotecnia se pagó las vacaciones. Todos sabemos que le fue muy bien, pero él no dice mucho, no habla de números no sea que le reclamemos los regalos de navidad, que sólo se portó con su novia, porque está enamorado y porque está buena, porque se la miran los amigos, los vecinos, las hermanas con cierto recelo. Entonces la cuida.

Ey ey nos miraba desde las escaleras.
-Se quedó ofendido me parece, -le dije a E.
E me sonrió, lo miró, y se levantó.
-Me tengo que ir, amiga, me están esperando, -dijo. -Nos juntamos cuando quieras, habrá que esperar la tormenta…
-No puedo retratarte sin tormenta, -le dije. -Acordate de la muñeca.

Nos despedimos con beso y sonrisa, E se fué para el lado de La Cañada, y yo me quedé ahí sentada, mirando a Ey ey que volvía a pasearse entre la gente ofreciendo estampitas, y recordando la mirada en blanco y negro de la niña que parecía haber parido diez hijos.