domingo, 15 de noviembre de 2009

La sospecha de Laura.

El 3 de octubre de 1886 la operaron. Despertó desconfiada y sin voz. Tomó el vaso de agua que había sobre la mesa, donde antes creyó ver un ramo de flores blancas que ya habrían tirado, marchitas por la temperatura de aquella habitación caliente y seca, de aire y polvo revuelto por el viento que entraba por la ventana. Quizás aquél no era un vaso de agua para ella, pensó, sino más bien el mismísimo florero en donde entonces estuvieron aquellas flores. Bebió a incómodos sorbos el agua tibia que había en el vaso y, cuando estuvo por dejarlo otra vez sobre la mesa, decidió tirarlo al piso de manera violenta. El objeto de vidrio estalló en un sonido chillón y prolongado, como si cada parte del vaso se rompiera en diferentes tiempos. De pronto se hizo silencio. Laura se asomó desde su cama y vio los pequeños pedazos de vidrios decorando las baldosas grises, vio el vaso esparcido adueñarse del piso, brillando junto a las gotas de agua que reflejaban la bombita de luz que colgaba desde un cable en el techo de la habitación. Pensó que aquello era hermoso. En ese momento, apareció una enfermera alarmada, ¡Señora ¿esta bien?!, le preguntó. Ella no contesto, apenas abrió los ojos mientras mojaba con baba la almohada. La enfermera se le acercó esquivando los vidrios, revisó el suero, le acomodó la almohada y le dijo que se despreocupe y que descanse, “sólo se cayó un vaso que había sobre la mesa, nada grave”, y se fue.


Laura se sentó en la cama, se quitó las agujas que le pinchaban los brazos y caminó hacia el pasillo, dejando huellas de sangre a cada paso sobre el piso. La luz allá afuera era verde, las paredes eran verdes, las flechas, los bancos y las sombras: todo era verde. A veinte metros, a mano derecha, estaba la puerta del baño. Laura caminó con esfuerzo sosteniéndose de las paredes, llegó hasta la puerta, empujó casi sin fuerza y ahí lo encontró, enroscado en su propio cuerpo, en un rincón bajo la bacha. La fiera tenía las pesuñas lastimadas, el hocico manchado y en su espumosa boca, la muñeca de trapo de Josefina todavía entera aunque sucia y con el vestido roto.